Alba Villén, 5 de febrero de 2013
“Viva la lucha del pueblo saharaui” es lo único que entiendo entre la jarana de voces con la que los presos saharauis conquistan la sala del Tribunal Militar de Rabat. Son 24 civiles, acusados de dañar la seguridad interna y externa del Estado -entre otros detalles que adornan la acusación- durante el desmantelamiento del campamento de resistencia Gdeim Izik, que se libró en noviembre de 2010 y al que Marruecos puso fin con una violación de los derechos humanos, solo una vez más.
Una cuarentena de observadores internacionales, llegados desde Francia, Italia y España, presencia la entrada de los activistas al juicio, suspendido por segunda vez. La imparcialidad debe lucir en la percha de los observadores, quienes tienen como misión velar por el desarrollo legal del proceso. Menos mal que no hay enser que demuestre lo que late en el corazón de cada uno. Con la entrada triunfal de unos presos que llevan más de dos años en la cárcel al grito de “Sáhara libre” y alzando bien alto el signo de la victoria saharaui con sus manos, apenas puedo contener la sonrisa. Aprovecho cualquier descuido de la fuerte presencia policial que nos rodea para intercambiar un tímido gesto con los presos. Ellos, sin necesidad de contener su alegría por la lucha, responden con creces. También tanteo provocar con la mirada a la policía, busco, en sus ojos, que me confiesen que no creen cien por cien en lo que hacen, supongo que al igual que España busca la complicidad en nuestros cuerpos de seguridad, que más que un ciudadano que padece las reformas del Gobierno, parecen un ente ajeno a todo mal. Pero las fuerzas marroquíes solo contestan con una leve inclinación de su mentón hacia arriba. Son serios, enteros, fríos, fuertes.
Ambas partes alegan falta de testigos y el tribunal se levanta a deliberar si se pospone, una vez más, el juicio. Aprovecho para acercarme a los presos, que dan las gracias sin descanso por la presencia de los observadores. Me aproximo a ese que tiene cara de haberse metido en todos los jaleos posibles. Es alto, joven y destaca por su desbordante alegría. Abdeljalil Laaroussi me comenta que ya no es torturado. “Las cosas han cambiado desde hace un año, la presencia de observadores consigue que disminuya la represión hacia nosotros”. Comen mal, no tienen derecho a médico por ser saharauis, y ya hay alguno enfermo de corazón. Son jóvenes, pero su situación les ha dibujado arrugas de un tiempo que no han vivido. Le pregunto si le torturaron. “Por supuesto”, contesta. “Me arrancaron las uñas, tengo las rodillas destrozadas y no me dejaron dormir durante días”. En el caso de Laaroussi fueron cinco días seguidos de tortura que ahora recuerda sin titubear. Él me ha calado. “¿Quién eres?”, pregunta. “Soy abogada” contesto guiñándole un ojo. Él sonríe y dice: “Periodista, gracias”. Entonces la policía, que aunque no entiende el idioma sí entendió de complicidad, me obliga a marchar.
Conversan, se levantan del banco para saludar a los presos. Nervios, risas, espera. Son los familiares de los acusados. Brahim, hermano de uno de los 24, resuelve mis dudas.
-“¿Por qué estáis así de contentos?”
-Porque para nosotros es un honor que ellos estén ahí, representando la lucha del pueblo saharaui.
Me quedo muda. Yo esperaba familias llorando, impotentes de ver a sus hijos y hermanos en el banquillo de los acusados solo por pedir la independencia de su pueblo. Esperaba conmoción, rabia contenida, gritos de desesperación. Y los saharauis, empeñados en dar lecciones de humanidad una y otra vez, prefieren sufrir en sus carnes la injusticia de una mano opresora, por palpar en un futuro no lejano la libertad de su pueblo. “Acércate”, me dice una de las hermanas, “Siéntate entre nosotros que tengo miedo a que nos vea la policía” añade. Por un momento vuelvo a los campamentos de refugiados de Tinduf, al cariño que desborda sus gentes y a su palabra incondicional. Es ella quien me coge la mano, quien me ofrece su confianza y su historia sin la certeza de que eso pueda costarle caro. Para llegar a Rabat han pasado varios controles en los que la policía los ha retenido durante horas, pero ellos ya están acostumbrados. En la tierra ocupada, bloquean la llegada de comida a muchas de sus tiendas, explotan los recursos de sus tierras sin beneficio alguno para la población saharaui, impiden el progreso escolar de sus pequeños, son detenidos en plena calle por el hecho de ser saharauis y llevados a comisaría durante horas. Violados, torturados, humillados.
Brahim se lo pone fácil a la policía, “Cuando voy por la calle y me piden la documentación yo digo quién es mi hermano”. Su hermano es uno de los presos de Gdeim Izik y uno de los mayores activistas de la causa saharaui, “Ya no tengo miedo a que me peguen” añade.
El Tribunal vuelve a la sala tras tres horas. El juicio se pospone hasta el próximo 8 de febrero. Se escuchan sollozos. No son saharauis, son las madres de los policías marroquíes que presuntamente murieron en el desmantelamiento del campamento Gdeim Izik. Es una historia oscura, con un claro principio, pero con un nublado final.
Los presos se retiran al son de un cántico en hasanía –su dialecto- que reivindica sus derechos. Son héroes para su pueblo y ejemplo para los que estamos en esta lucha con ellos. Pone los pelos como escarpias ver su valentía aun cuando tienen en frente a su opresor. El pueblo saharaui mantiene una lucha de palabra que dura ya más de 20 años, a los que hay que sumar el periodo de conflicto bélico previo. ¿Por qué resisten sin recurrir a las armas si no es porque su causa es justa? ¿Por qué los organismos internacionales no toman un papel activo ante la violación de derechos humanos? Por qué, por qué. A la salida del juzgado, varios medios internacionales y decenas de manifestantes saharauis siguen haciendo ruido con varias pancartas y fotografías que muestran la violación sistemática de su condición de ser humano. Una niña, vestida de rosa, con ojos negros y con la inocencia propia de la infancia, sigue los pasos de su madre que grita a pulmón abierto. Me pregunto si esta niña cuando crezca podrá disfrutar de su tierra sin represión, o si por el contrario será ella quien acuda a los juicios a velar por algún familiar, si será violada y torturada.
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