RESPIRA… Ya se pasa. Eso pone en una bolsa para vomitar del avión.
Recién aterrizada con arena aún entre los dedos de los pies, el corazón algo encogido y la cabeza medio al revés… respiro y no se pasa.
El coche corre entre el polvo y solo se distinguen brumosas y enclenques las acacias del desierto.
Recuerdo un cuarto envuelto en vapor con una ventana pequeña por la que entra un rayo de sol, grueso, en el que puedo contar las motas de polvo. Me gusta el sonido del agua cayendo desde el cubo, el agua caliente sobre mi cabeza, el polvo que se va, el sol que se pega a la piel mojada en un abrazo de rayos.
Ya me despido de esta tierra desolada y viva. Tengo la piel de desierto, los ojos de desierto, el pelo de desierto, el grito de las mujeres saharauis retumba en mis tímpanos como una alegre despedida.
Si me quedo un rato en este rayo de sol puedo convertirme en un pedacito de desierto. No ser nada y serlo todo, la vida que trascurre sin más, la arena que navega sin más, el sol que se cuela sin más. Y le digo a Eslaca si vendrá a verme a España. Detrás de la melfa, me contesta una atrevida voz en castellano «No, mejor yo te espero aquí». Solo espero que esos lindos ojos y esa viva alegría no se conviertan en un pedacito más de desierto, de olvido.
Y el aire de secador natural mece mi pelo de ceniza mientras los niños corren con los zapatos en la mano, sus pies ya conocen de sobra el tacto ardiente del desierto. No sé en qué momento entenderán que aquí no están con el mundo bajo sus preciosos pies sino a merced de la arena, del viento, de los recovecos de la política y los intereses internacionales, de la ayuda externa que acaba acomodándote con la etiqueta de refugiado que te impregna de una dependencia que no te deja ser autónomo ni en lo más elemental, como una sutil falta de libertad.
Me cansa todo aquello que se expone desde la queja o desde un espíritu reivindicativo y guerrero. Quiero huir del discurso panfletario, me cuesta encontrar desde donde hablar de toda la situación del Sahara Occidental ya que tengo opiniones en ocasiones poco definidas, sentimientos encontrados y por supuesto ninguna verdad que pueda hacer brillar ninguna luz al final del largo túnel de cuarenta años de exilio.
Sois nuestros ojos, decía en un discurso uno de los miembros del Frente Polisario. Joseph Conrad habló de las palabras que se entrometen en lo que se quiere decir… Mis ojos buscan palabras que no se entrometan entre imágenes y emociones. Pero nunca serán de mirada tan pura y directa como los de la joven Rabía.
Y la frase «correr por los derechos humanos en el Sahara Occidental» que reza este solidario Maratón del Sahara que me ha llevado hasta aquí, me retumba en la cabeza.
Y solo integro lo que vivo. Lo que me cuenten, lo que lea, los documentales, los artículos y los textos como este que estoy escribiendo… me pueden hacer reflexionar, despertar cierta conciencia… pero mi realidad es que si no pasa por mí, por mis ojos, por mi respiración, por mi estómago, por mi piel… soy incapaz de interiorizarlo y conmoverme hasta el compromiso.
Por eso cuando digo que he corrido por los derechos humanos ahora lo digo sinceramente, no como slogan solidario.
Mis piernas que se han arrodillado en la casa de Fatma, una casa de adobe siempre llena de gente donde los vecinos, los amigos y los familiares vienen a tomar el té a cualquier hora como un acto social y humano. Piernas que se han impulsado por el pueblo saharaui que fue ocupado por Marruecos hace cuarenta años en pleno proceso de descolonización española. El gobierno de turno, y posteriores, leshan dado la espalda, hace 22 años que han dejado las armas en post de un decreto de autodeterminación del pueblo saharaui que nunca llega… aunque la soberanía marroquí no es reconocida ni por las Naciones Unidas ni por ningún país. Mi espalda se contrae ante esta falta de horizontes que no dibujen la silueta de un tanque.
Mis pies, que fueron delicadamente decorados con gena por las cariñosas manos de Eslaca en esa habitación que vale para todo, “la sala de ser” le llamaría yo. Ahí dormimos juntos: niños, adultos, visitas, hombres, mujeres… La cercanía de otro cuerpo no los incomoda, al contrario, les reconforta. A mí también. Pisaban por su derecho a volver a su tierra con esos pies nómadas que resistieron la ocupación: algunos desde la lucha, otros se fueron perdiendo hacia el desierto, esta vez no en busca de agua para sus camellos sino en busca de libertad.
Mi corazón que latía al ritmo de su música en cada desayuno, cada cena… porque el silencio no es un bien muy preciado por aquí, todos hablan y cantan mientras alrededor algunos duermen. Liberados del insomnio en esta tierra.
Se desbocaba por esas mujeres y hombres maltratados, torturados, humillados, en la zona ocupada. Mi corazón, mientras corría, intentaba saltar las piedras que bloquean un pueblo partido por ese muro de la vergüenza con 2.700 km (el muro más grande del mundo) con militares y minas antipersonas, muchas de ellas fabricadas en España, construido por Marruecos para separar el territorio ocupado del liberado.
Mis poros, resecos por este desierto que todo se lo come, incluso la basura que a nosotros tanto nos asusta ver (creemos que porque no la veamos no hay mierda en todas partes)… sudaban por esos tratados absurdos que Marruecos firma con Europa sobre la explotación de los recursos naturales, en detrimento de que el pueblo Saharaui regrese a su tierra.
Derechos humanos: qué lindo concepto, qué fácilmente nos los saltamos por intereses socioeconómicos, geopolíticos… y dejamos la vida de muchos en manos de muy pocos sin sentirnos sus compinches. Pero si no lo has comido, bebido, respirado, sudado… si no ha pasado a través de ti es muy difícil de entender.
El coche corre entre el polvo y solo se distinguen brumosas y enclenques las acacias del desierto.
Recuerdo un cuarto envuelto en vapor con una ventana pequeña por la que entra un rayo de sol, grueso, en el que puedo contar las motas de polvo. Me gusta el sonido del agua cayendo desde el cubo, el agua caliente sobre mi cabeza, el polvo que se va, el sol que se pega a la piel mojada en un abrazo de rayos.
Ya me despido de esta tierra desolada y viva. Tengo la piel de desierto, los ojos de desierto, el pelo de desierto, el grito de las mujeres saharauis retumba en mis tímpanos como una alegre despedida.
Si me quedo un rato en este rayo de sol puedo convertirme en un pedacito de desierto. No ser nada y serlo todo, la vida que trascurre sin más, la arena que navega sin más, el sol que se cuela sin más. Y le digo a Eslaca si vendrá a verme a España. Detrás de la melfa, me contesta una atrevida voz en castellano «No, mejor yo te espero aquí». Solo espero que esos lindos ojos y esa viva alegría no se conviertan en un pedacito más de desierto, de olvido.
Y el aire de secador natural mece mi pelo de ceniza mientras los niños corren con los zapatos en la mano, sus pies ya conocen de sobra el tacto ardiente del desierto. No sé en qué momento entenderán que aquí no están con el mundo bajo sus preciosos pies sino a merced de la arena, del viento, de los recovecos de la política y los intereses internacionales, de la ayuda externa que acaba acomodándote con la etiqueta de refugiado que te impregna de una dependencia que no te deja ser autónomo ni en lo más elemental, como una sutil falta de libertad.
Me cansa todo aquello que se expone desde la queja o desde un espíritu reivindicativo y guerrero. Quiero huir del discurso panfletario, me cuesta encontrar desde donde hablar de toda la situación del Sahara Occidental ya que tengo opiniones en ocasiones poco definidas, sentimientos encontrados y por supuesto ninguna verdad que pueda hacer brillar ninguna luz al final del largo túnel de cuarenta años de exilio.
Sois nuestros ojos, decía en un discurso uno de los miembros del Frente Polisario. Joseph Conrad habló de las palabras que se entrometen en lo que se quiere decir… Mis ojos buscan palabras que no se entrometan entre imágenes y emociones. Pero nunca serán de mirada tan pura y directa como los de la joven Rabía.
Y la frase «correr por los derechos humanos en el Sahara Occidental» que reza este solidario Maratón del Sahara que me ha llevado hasta aquí, me retumba en la cabeza.
Y solo integro lo que vivo. Lo que me cuenten, lo que lea, los documentales, los artículos y los textos como este que estoy escribiendo… me pueden hacer reflexionar, despertar cierta conciencia… pero mi realidad es que si no pasa por mí, por mis ojos, por mi respiración, por mi estómago, por mi piel… soy incapaz de interiorizarlo y conmoverme hasta el compromiso.
Por eso cuando digo que he corrido por los derechos humanos ahora lo digo sinceramente, no como slogan solidario.
Mis piernas que se han arrodillado en la casa de Fatma, una casa de adobe siempre llena de gente donde los vecinos, los amigos y los familiares vienen a tomar el té a cualquier hora como un acto social y humano. Piernas que se han impulsado por el pueblo saharaui que fue ocupado por Marruecos hace cuarenta años en pleno proceso de descolonización española. El gobierno de turno, y posteriores, leshan dado la espalda, hace 22 años que han dejado las armas en post de un decreto de autodeterminación del pueblo saharaui que nunca llega… aunque la soberanía marroquí no es reconocida ni por las Naciones Unidas ni por ningún país. Mi espalda se contrae ante esta falta de horizontes que no dibujen la silueta de un tanque.
Mis pies, que fueron delicadamente decorados con gena por las cariñosas manos de Eslaca en esa habitación que vale para todo, “la sala de ser” le llamaría yo. Ahí dormimos juntos: niños, adultos, visitas, hombres, mujeres… La cercanía de otro cuerpo no los incomoda, al contrario, les reconforta. A mí también. Pisaban por su derecho a volver a su tierra con esos pies nómadas que resistieron la ocupación: algunos desde la lucha, otros se fueron perdiendo hacia el desierto, esta vez no en busca de agua para sus camellos sino en busca de libertad.
Mi corazón que latía al ritmo de su música en cada desayuno, cada cena… porque el silencio no es un bien muy preciado por aquí, todos hablan y cantan mientras alrededor algunos duermen. Liberados del insomnio en esta tierra.
Se desbocaba por esas mujeres y hombres maltratados, torturados, humillados, en la zona ocupada. Mi corazón, mientras corría, intentaba saltar las piedras que bloquean un pueblo partido por ese muro de la vergüenza con 2.700 km (el muro más grande del mundo) con militares y minas antipersonas, muchas de ellas fabricadas en España, construido por Marruecos para separar el territorio ocupado del liberado.
Mis poros, resecos por este desierto que todo se lo come, incluso la basura que a nosotros tanto nos asusta ver (creemos que porque no la veamos no hay mierda en todas partes)… sudaban por esos tratados absurdos que Marruecos firma con Europa sobre la explotación de los recursos naturales, en detrimento de que el pueblo Saharaui regrese a su tierra.
Derechos humanos: qué lindo concepto, qué fácilmente nos los saltamos por intereses socioeconómicos, geopolíticos… y dejamos la vida de muchos en manos de muy pocos sin sentirnos sus compinches. Pero si no lo has comido, bebido, respirado, sudado… si no ha pasado a través de ti es muy difícil de entender.
Me llegan mails de Amnistía Internacional, veo noticias sobre Siria y Ucrania y Corea y me estremezco mientras pienso lo que voy a hacer hoy para comer.
En la entrega de premios las mujeres cantan, como dice el alma máter de todo esto, Diego Muñoz Avia, «El Sahara Maratón es la única carrera del mundo en la que los verdaderos protagonistas no son los que están en el podio». Todo es fiesta y alegría y folklore. Aún así hay quien sale con su bandera particular, o con la pancarta de su proyecto deportivo… y entonces me pregunto qué les estamos pidiendo a los dirigentes del mundo. Echo de menos a gentes sin banderas.
Ya en la cinta de recoger el equipaje parece que todos recogemos nuestro yo de aquí, conectados de nuevo a los móviles, ya no nos miramos a los ojos, no buscamos el sol tras las dunas, ni las mujeres bajo sus melfas, ya estamos aquí. Pero seguimos sin ser capaces de estar ahora, y eso que venimos del presente absoluto, de un lugar donde el futuro no existe, donde pensar en mañana es casi hacer una fotocopia del día de hoy y aún así qué capacidad para vivir la alegría por la alegría… mientras el tiempo discurre a ritmo de té, como prueba de generosidad y paciencia de los saharauis.
Pienso en la imagen colorida de Eslaca perdiéndose en la inmensidad de la nada, buscando un lugar donde esconderse… camino por los pasillos brillantes del aeropuerto a la caza de mi equipaje. Pero mi equipaje, el que importa, lo llevo ahora en los ojos y se me llenan de lágrimas ante el velo rosa al viento del desierto, y los ojos maquillados con cuidado.
En la entrega de premios las mujeres cantan, como dice el alma máter de todo esto, Diego Muñoz Avia, «El Sahara Maratón es la única carrera del mundo en la que los verdaderos protagonistas no son los que están en el podio». Todo es fiesta y alegría y folklore. Aún así hay quien sale con su bandera particular, o con la pancarta de su proyecto deportivo… y entonces me pregunto qué les estamos pidiendo a los dirigentes del mundo. Echo de menos a gentes sin banderas.
Ya en la cinta de recoger el equipaje parece que todos recogemos nuestro yo de aquí, conectados de nuevo a los móviles, ya no nos miramos a los ojos, no buscamos el sol tras las dunas, ni las mujeres bajo sus melfas, ya estamos aquí. Pero seguimos sin ser capaces de estar ahora, y eso que venimos del presente absoluto, de un lugar donde el futuro no existe, donde pensar en mañana es casi hacer una fotocopia del día de hoy y aún así qué capacidad para vivir la alegría por la alegría… mientras el tiempo discurre a ritmo de té, como prueba de generosidad y paciencia de los saharauis.
Pienso en la imagen colorida de Eslaca perdiéndose en la inmensidad de la nada, buscando un lugar donde esconderse… camino por los pasillos brillantes del aeropuerto a la caza de mi equipaje. Pero mi equipaje, el que importa, lo llevo ahora en los ojos y se me llenan de lágrimas ante el velo rosa al viento del desierto, y los ojos maquillados con cuidado.
No siento vergüenza caminando recorrida en lágrimas.
No miro a nadie, nadie me mira. Nadie se va a acercar a preguntarme si estoy bien, esto no es el Sahara, donde la intimidad no tiene mucho sentido. Tiras una moneda al suelo y milagrosamente se han enterado en la otra punta del desierto. Tu espacio personal no es algo que puedas rodear con los brazos.
Y siento, como occidental que mira desde su ventana, que tenemos una tremenda necesidad de deconstruir para poder construir. De compartir con ellos no solo lo nuestro sino también lo suyo, para enriquecernos todos.
Mis pies recorren el camino de carteles, etiquetas, anuncios, tiendas… vivo lo solos que estamos en este mundo tan limpio en la superficie, tan educado en la superficie, tan libre en la superficie. Aquí no pasa lo que decía Nezha que las vecinas, si no vas a verlas, vienen a tomar el té contigo.
Las maletas caen una por una y hacen su recorrido. Me seco las lágrimas mientras todos esperan.
Ha pasado una semana. Respiro. No se pasa.
No miro a nadie, nadie me mira. Nadie se va a acercar a preguntarme si estoy bien, esto no es el Sahara, donde la intimidad no tiene mucho sentido. Tiras una moneda al suelo y milagrosamente se han enterado en la otra punta del desierto. Tu espacio personal no es algo que puedas rodear con los brazos.
Y siento, como occidental que mira desde su ventana, que tenemos una tremenda necesidad de deconstruir para poder construir. De compartir con ellos no solo lo nuestro sino también lo suyo, para enriquecernos todos.
Mis pies recorren el camino de carteles, etiquetas, anuncios, tiendas… vivo lo solos que estamos en este mundo tan limpio en la superficie, tan educado en la superficie, tan libre en la superficie. Aquí no pasa lo que decía Nezha que las vecinas, si no vas a verlas, vienen a tomar el té contigo.
Las maletas caen una por una y hacen su recorrido. Me seco las lágrimas mientras todos esperan.
Ha pasado una semana. Respiro. No se pasa.
Pati Blasco.- Escritora y deportista
No hay comentarios:
Publicar un comentario